SOMOS VALIENTES

El viaje

Cuentan que en 1996, el almirante Irve Le Moine, marine condecorado y fundador del cuerpo de élite del ejército americano, libró su particular batalla contra un tumor muy agresivo en cabeza y cuello, en el MD Anderson Cancer Center (Houston, USA). Cuando terminó su tratamiento, el almirante llevó al centro la campana de bronce de su buque y la tocó, siguiendo una tradición de la marina en la que este toque envía la señal de “Trabajo terminado. Misión cumplida”. Y allí dejó esa campana para que pudiesen tocarla otros. Sin saberlo, había inaugurado otra tradición que se ha extendido a todos los hospitales oncológicos del mundo.

Cuando en el silencio denso de un hospital suena esa campana es como si, de repente, un espeso banco de niebla se disipara. Enfermos, equipos médicos, familiares, amigos, visitantes…, por un momento, se suman al alegre sonido de ese tañir que se extiende como una marea de esperanza para todos. Es un sonido que comunica a quien lo escucha que se puede salir. Hoy la he tocado yo.

Cuando mi ginecóloga, la doctora Marín, me ha informado sobre el resultado de la operación, (ganglio centinela, negativo. Los otros tres de alrededor, también negativos. Me preocupaba la cicatriz que me habían hecho más arriba de lo habitual, y hasta eso ha cerrado de manera espectacular y apenas se nota nada..), me he agarrado a la mano de mi cuñada, que ha estado siempre a mi lado, y me ha embargado una sensación de paz y de alegría que jamás había sentido. Ojalá, y lo deseo de corazón, todo el mundo pudiese sentir esta emoción, al menos, una vez en la vida.

Por supuesto, el siguiente sentimiento ha sido el de agradecimiento. Agradecimiento infinito a todo el equipo de oncología del hospital. A todas mis enfermeras, representadas por Nerea y Fátima, que me han acompañado a tocar la campana. Pero son tantas… sois tantas las que me habéis estado acompañando, ayudando, tratando con tanto cariño… No hay nada en el mundo que sirva para agradeceros vuestro trabajo, porque sois maravillosas, todas y cada una. Recordad siempre que vosotras sois la luz a la que nos agarramos cuando nos sentimos a oscuras con esta enfermedad. Por favor, no dejéis que nada, ni nadie, apague esa luz, porque la necesitamos.

Mi ginecóloga, la doctora Marín, que con tanta dedicación y paciencia ha estado tratándome. Era ella la que tenía que operarme, pero coincidieron las fechas con sus vacaciones (merecidas vacaciones, siempre, de la gente que cuida de nuestra salud), y me dejó en las manos de la doctora Álvarez. Ella se encargó de intervenirme, y han sido sus manos las que han sacado de mí este okupa indeseable y han suturado de forma casi milagrosa mis heridas hasta hacerlas casi invisibles. A las dos, no puedo más que desearles todo lo bueno que pueda depararles la vida. Sus manos son las que nos arrebatan de las sombras para traernos de nuevo a la luz. Gracias, gracias, gracias.

Sé que esto no es el final. Que sólo hemos llegado a una estación en la que, de repente, ha salido el sol y todo brilla con una claridad nueva.

Hace años, el jefe de estación tocaba la campana para avisar a los pasajeros de que el tren continuaba su viaje. Eso hemos hecho esta mañana: avisar de que el viaje seguía.

Me contaba la doctora hoy una anécdota para explicarme que aquí todos somos iguales; que esta enfermedad, las enfermedades, no distinguen entre clases sociales, razas, credos, cuenta bancaria… Al final todos luchamos individualmente contra nuestras dolencias, pero elegimos quiénes queremos que nos acompañen en ese vagón; y es mejor que sean personas luminosas.

No sé dónde terminará este tren en el que voy subida. Tal vez no era el recorrido que yo habría elegido, pero en algún punto de ese trayecto la vida ha decidido cambiar mi parada, hacer un transbordo y subirme a este vagón que ha atravesado un túnel oscurísimo con un temporal enorme fuera. Reconozco que los rayos y los truenos me han dado miedo;  aún me lo dan. Ha habido momentos en los que, incluso, quería bajarme del tren, porque lo que estaba viendo y sintiendo quería dejar de verlo y de sentirlo. Es muy duro y da mucho terror cuando ves que el túnel es cada vez más oscuro y que la tormenta arrecia. Lo he escrito alguna vez en este blog: los túneles, tarde o temprano, acaban, y las tormentas nunca vencen para siempre al sol.

Hoy llego a esta parada y el jefe de estación me deja tocar la campana para avisar de que el viaje continúa. No sé si habrá más túneles, más tormentas o más noches cerradas, pero ahora sé que, si sigo en el tren, en algún momento, saldremos de nuevo del túnel, dejará de llover y amanecerá. ¿Y qué he aprendido en este trayecto? A elegir a quién queremos que nos acompañe, que nos coja de la mano cuando temblemos o nos sintamos desfallecer el ánimo.

Por favor, ahora me dirijo a todas vosotras, las que ahora mismo estáis en ese túnel del que no veis el final: focalizaos en la campana. Contemplaos llegando a esa estación en la que el jefe os deja dar la señal de salida de ese tren hacia paisajes más claros. Agarrad la mano de quien os quiere, apretadla, y seguid avanzando; en la oscuridad no parece que el mundo avance, pero lo hace, os lo aseguro. Que vuestro objetivo sea la siguiente estación. La campana os espera. Hacedla sonar con fuerza. Avisad de que el viaje, vuestro viaje, continúa.

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