No me digáis que nunca os ha dado por fantasear con que tenéis súper poderes. El que sea. Uno espectacular para que nos hicieran la protagonista de una peli tipo Marvel, o uno discreto que nos hiciese más fácil el día a día.
Pero no. Nos encontramos, más a menudo de lo que nos gustaría, con que el ser humano es finito, tiene límites, y nuestra naturaleza nos lo deja muy claro cuando enfermamos, o nos cansamos… Y si lo pensáis, lo mismo sería muy aburrido el que todo fuese sencillo. Que todo se nos diese sin ningún esfuerzo porque, tal vez, terminaríamos por no apreciarlo.
La enfermedad nos habla a las claras de que no somos superheroínas, pero nos ayuda a apreciar mejor los momentos en que nos encontramos fuertes, sanas, animadas…
La todopoderosa naturaleza se deja vencer, cada año, por el invierno. Los animales se retiran a sus madrigueras para hibernar, los árboles se desnudan de sus hojas, los valles se cubren de nieve, el frío campa a sus anchas por cada rincón… Pero la naturaleza es paciente, sabe esperar, de nuevo, su momento. Porque también sabe que hasta el invierno tiene sus límites, y tarde o temprano termina retirándose. Y es entonces cuando todo vuelve a resurgir, más hermoso, más fresco, más fuerte. Los pájaros vuelven a llenar con sus trinos los árboles, que se engalanan de hojas frescas y nuevas para alimentar sus raíces del sol, que brilla otra vez para todos. Y los valles se llenan de intensos colores, tibios y brillantes. ¿Cómo íbamos a disfrutarlos si no tuviésemos la opción de comparar ese colorido con el manto blanco de la nieve?
Así somos todas: un paisaje hermoso al que alguna vez cubre la nieve. Sólo tenemos que esperar a que acabe el invierno, tener paciencia y esperanza, para volver a brillar con todos nuestros colores. La nieve siempre oculta, bajo su manto, las semillas de lo nuevo por nacer. Tengamos la certeza de que acabará derritiéndose. Esperemos, siempre, siempre, siempre, por más crudo que sea el invierno, nuestra nueva primavera.
